En el siglo XIII, Llywelyn el Grande, príncipe de Gales del norte, vivía junto a su mujer, su hijo recién nacido y Gelert, su perro fiel. Un día fue de caza sin Gelert.
A su regreso Gelert vino a su encuentro con la boca manchada de sangre. El príncipe alarmado se apresuró a encontrar a su hijo y al entrar en la habitación solo vió la cuna del bebé vacia volcada.
Al levantar la mirada observo las ropas de la cama y el suelo cubiertos de sangre.
El padre, lleno de ira, clavó su espada en el costado del perro pensando que Gelert habia matado a su heredero.
El grito agonizante del perro fue respondido por el grito del niño. Llywelyn buscó y lo encontró ileso debajo de la cuna, junto al cuerpo de un poderoso lobo al que Gelert había matado.
Llywelyn, abrumado por el remordimiento, enterró a Gelert con gran ceremonia, pero nunca pudo sacarse de su cabeza el grito de Gelert moribundo. Después de ese día, Llywelyn nunca volvió a sonreír.
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Esta historia tiene variantes orientales dónde otros animales toman el lugar de Gelert, una mangosta en el Panchatantra de la India, un gato en Persia, entre otros.
Sin embargo, la esencia de la historia sigue siendo la misma.
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